No puedo vivir sin mí” es la frase con la que abordo mi existencia.
 

Observo el mundo con mirada inocente y pueril. Como quien llega por primera vez, extrañado, a un sitio ajeno, y analiza, entre expectante y sorprendido, todo lo que le rodea.

Me gusta jugar con imágenes confusas, que invitan a detenerse un momento, a ser miradas de nuevo para ser entendidas, de la misma forma que creo que debería observarse la propia vida, profundamente, con detenimiento, con pleno nivel de conciencia.

Y como me resulta más interesante mirarme a través de ojos ajenos, comparto aquí una de esas miradas.

Sobre Fer Martínez. De Andrea Perissinotto (Director Galería Theredoom Madrid, Comisario y Artista)

Cuando silban las mareas hay alguien que dibuja su reflejo. (David Foronda)

Es extraña la tarea de clasificar las sensaciones que experimentamos al hablar de nuestros miedos; la fuerza con la que se inscriben las decisiones en el marco de las consecuencias, el arrepentimiento que cae como gotas sin viento, firmes y constantes. Y no es fácil apartar el silbido de la conciencia cuando ésta nos mira con la arrogancia del fracaso…Dar un paso adelante a sabiendas de que todos, a nuestro alrededor, están pendientes de que ese paso sea el último y las risas suenan como golpes de tambor en la piel de la derrota.

Las fotos de Fer Martínez retratan el acto de la toma de conciencia: el instante en el que la zancada decide la dirección del cuerpo y se convierte en un movimiento irrevocable, que enciende las hogueras del miedo y despide destellos de unas tinieblas cuyo olor sabe a nosotros, pero ya no es el nuestro. Porque cada marcha supone un cambio, una transformación del futuro, un enigma que gira alrededor de un sentimiento de pérdida: de referentes, de afectos, de paisajes humanos.

En la serie “Tiempos Extraños el artista se confiesa ante sus propias inquietudes y las tramas borrosas de sus fotos se leen como estrías en el viento que mueven mareas de transeúntes anónimos huyendo de sus destinos o acercándose a ellos, corriendo hacia una cierta dirección que intuimos ser la correcta, pero que nos asusta compartir porque se trata de unas imágenes fulgurantes, como un salto desde un acantilado. Excitantes y calladas, radiantes y atribuladas, nos invitan a arrastrarnos hasta el borde del precipicio o hasta las vías del tren, del metro…Cuestionando esas acciones que persisten en la repetición diaria de nuestros hábitos, y de las cuales no nos atrevemos a prescindir.

El deber y la osadía se convierten así en la materia con la que Fer Martínez nos induce a desnudarnos de nuestros temores para empezar a movernos, calentando ese cuerpo frígido y estancado en la seguridad del día a día; no importa el rumbo sino el momento en el que desabrochamos nuestra rutina para quemarla con la cerilla del delirio, de la fuerza impetuosa y vehemente de un adiós: ¡Te levantas y te vas! ¡Te levantas y te vas! Eso es lo que nos gritan sus fotos, deambulando por la fisicidad de lo desconocido hasta inducirnos a consumir todos los pasos, hasta llorar nuestro antiguo yo, pero conscientes de que hemos dado vida a algo nuevo, a alguien nuevo.

Ahora ya no nos sustraemos a esa hoja en blanco, es más, la manchamos de ideas diseñadas en el azar; sí, con temor, pero el juego de la incertidumbre respira una luz distinta y sabe a miel y herrumbre, a sábanas limpias en la cama de un desconocido, a piel mojada en una pradera nocturna, sabe a pimienta y adrenalina, agua de mar en los ojos y a temblor tropical.

Nos cuesta asumir el riesgo de que el arrepentimiento nos dispare mientras estamos bailando en la trinchera de nuestra edad: la que avanza siempre, la que se nos escapa y nos vence, la que no podemos parar. Sin embargo, ese baile oculto, esa vergüenza manifiesta y ridícula y veraz, nos marea de un éxtasis inesperado, liberador.

Ese olor a tierra mojada, a cobijo bajo la lluvia, a barniz, a madera quemada, esas fracciones de recuerdos sin contexto, son el abanico con el que el artista nos consuela, brindándonos el refrigerio de la soledad, que nos corroe y nos alivia, que nos acerca al silencio, a la parálisis, al descanso. Algo que está totalmente aborrecido por nuestra sociedad mediática e incontenible, por la tecnología indómita e inalcanzable y por eso cobra el valor de auxilio o, según se quiera ver, de paliativo.

En este sentido Fer Martínez nos ofrece distintos remedios para crear un problema y es honesto porque es el primero en enseñar las cicatrices que surcan la superficie de sus vivencias. La ciudad es para él una dimensión del recuerdo, que sustrae la cercanía de los seres queridos y paga esas carencias con la moneda de la libertad, pero es una ecuación que no siempre funciona y, de alguna manera, sus fotos nos lo sugieren a través de un claroscuro en el que subyace la dicotomía entre arriesgarse en hacer algo y contemplar a los que hacen, generando un interrogativo constante: ¿apresurarse o reflexionar?

Quizá donde su búsqueda de un paralelo entre la geografía de los cuerpos y el medio ambiente sea más evidente, es en la serie “Huellas, uno de sus últimos proyectos, en el que trabaja asociando imágenes de heridas, amputaciones, llagas y cicatrices junto con detalles de una naturaleza que podría pertenecer a cualquier lugar.

De esta manera las particularidades de unas carreteras dañadas, la corteza de un árbol, los agujeros en el asfalto o los rasguños en el hormigón, podrían pertenecer a un barrio, un parque, un jardín de la capital de España, así como a cualquier otro rincón de este mundo. Pero lo más significativo de esta serie es que la mayoría de estos dípticos nos deletrean entre sollozos la palabra “m i e d o”, demostrándonos que nuestro entorno es mortal, al igual que lo somos quienes lo poblamos.

Fer Martínez esboza el espectro de una contemporaneidad en (de)construcción, a través de la serie “Ciudad Fantasma, su proyecto más reciente, que se sitúa en el umbral entre reminiscencia y predicción, como verse reflejados en un espejo hecho pedazos y recompuesto, sin querer entender cuántas partes de nosotros caben en cada fragmento y cuántas se han esfumado en polvo de cristal caído.

A veces nos parece reconocer a alguien, entre la muchedumbre que nos empuja por las venas de una ciudad en fiesta. Puede que sea realmente un rostro conocido, pero también hay caras que son máscaras de nuestra memoria: deslices de unas estaciones pasadas cuyos frutos recogemos tan tarde que su sabor ya difiere del que conocemos. Así mismo hay ciudades que respiran otros lugares, urbes que se alzan sobre la esencia de nuestros recuerdos: espejismos de lo que transcurrió en una época que ya no nos corresponde, pero que nos pertenece. Demasiado calientes para apagarse y demasiado cristalinos para poderlos ensuciar con una voluntad tibia, flébil y aún sin forma propia.

Las fotografías de Fer Martínez son el íncipit de un diálogo que nos debemos a nosotros mismos. Con las manos heladas y los pies cubiertos de nieve salimos del calor del hogar que nos vio nacer para acercarnos a un destino que no acabamos de entender, salvo por el hecho, más o menos cierto, de que por ahí tenemos que pasar. Aunque pueda parecer inútil la repetición de un patrón que nos han ido contando, aunque como dijo Franz Kafka “Como un camino en otoño: tan pronto como se barre, vuelve a cubrirse de hojas secashabrá que pisar esas hojas, buscar el suelo y atravesar ese sendero para ver, al menos, si nos lleva cerca de donde auspiciábamos llegar. Sería mejor no hacer comparaciones, aunque será inevitable hacerlas. ¿Será mejor quedarse con la duda y dejar que los demás aparten las hojas secas? Es un desafío a la raíz de la incertidumbre, pero Fer Martínez es de aquellos que prefieren dar un paso adelante, más que reírse de los que se atrevieron en darlo.

Andrea Perissinotto